Hoy traigo una entrada muy especial, algo que escribí allá por el año 2011 junto con mi compañera de fatigas Adela (Ade), con la cual me muero de ganas por volver a escribir. Nos quedan muchos sueños que cumplir así que espero que se ponga las pilas.
Esta historia, fue escrita vía Messenger durante una noche, para un concurso donde nos retaron y quedó segunda, espero que la disfruten al igual que la disfrutamos nosotras escribiéndola.
EL ROSTRO DE LA INOCENCIA
Las risas y las voces de los
infantes flotaban en su cabeza como el vapor de un buen whisky, eran como una
droga que lo llamaban y a la vez una maldición que lo obligaban a mantener la
vista fija en los correteantes cuerpecitos.
Pertrechado
tras la protección del grueso tronco, buscó entre los niños hasta encontrar al
objeto de su deseo, tragó sonoramente antes
de humedecerse los resecos labios. Era tan hermosa. Le recordaba a las
delicadas amapolas, con el precioso rostro sonrojado por sus juegos; pequeña y
frágil, como si la más leve brisa fuese a desperdigar sus hojas al viento. Los
dedos le picaron deseosos de enredarse en la rubia y rizada melena, tuvo que
cerrarlos en un apretado puño para evitar la tentación de echar a andar hacia
ella y comprobar su suavidad. Sonrió
cuando las fresas de su boca se curvaron y gruñó de pesar cuando acompañada de
otra amiguita dejó los pasatiempos y dando saltitos se perdió en el interior
del colegio.
Relajó los tensos
hombros haciéndolos rotar debajo del abrigo de cuero y mutó el gesto cuando los
huesos de las cervicales crujieron ante el movimiento. Apoyó la ancha espalda
contra el árbol y miró el reloj, aún quedaban unas horas para que sonara la
campana que libraría a la niña de la prisión de la escuela y la acercaría para
siempre a él.
Después de semanas de
vigilancia, en las que el mundo había girado exclusivamente a su alrededor,
sabía que ese sería el día propicio, nadie vendría a buscarla. Por un instante le
enfureció el que dejasen a la pequeña, de tan sólo 8 años, regresase sola al
hogar pero, cuando el corazón le rebotó dentro del amplio pecho sabiendo que
gracias a eso sus manos tocarían pronto a su dulce Rebeca, la enajenación desapareció
dejando paso a la satisfacción, sonrió ladinamente agradeciendo tamaña
negligencia.
Pateó impaciente el
suelo aplastando aun más la tierra bajo las grandes botas. Después de todo este
tiempo en el que sólo había espiado, era justo ahora que la impaciencia hacia
gala. Maldita inoportuna. Incapaz de quedarse
parado, salió de su escondite y paseó de un lado a otro, dejando caer rápidas
miradas cada vez que pasaba frente a la puerta.
Volvió a la sombra de su refugio cuando los primeros padres fueron
llegando para recoger a sus retoños y
palpó con las yemas la áspera corteza a la espera del ansiado timbre, sin desprender
la vista de todas las personas que iban apareciendo en el lugar a la espera de
abrazar a sus seres queridos. Su Rebeca también sería abrazada y no estaría
sola, le tendría a él.
El estridente sonido fue música celestial para
sus oídos y el contemplar como poco a poco todos iban despareciendo sin que
ella saliese al exterior, fue como la mejor de las películas. El gran momento
se acercaba y los nervios en su estómago se lo confirmaron. Minutos más tarde, arrastrando la mochila, la
vio aparecer, mirando a un lado a otro, con su inocente carita se encaminó
hacia la derecha dándole la espalda. Otorgándole unos segundos de ventaja, se
encaminó tras su presa, sí, así era como se sentía, como un hambriento y
sigiloso felino, deseoso de calmar su apetito. Sabía que sería castigado, que
su conciencia le perseguiría hasta el final de los días, pero era algo que
debía hacer pues su alma se lo exigía.
Se embelesó con el
rítmico andar y el bamboleo de los gráciles brazos.
Aligeró el paso al verla doblar la esquina para
cruzar la solitaria calle que venía a continuación, allí tendría la oportunidad
perfecta de abordarla. Con el corazón
bombeando por el temor a perderla torció tan rápido que casi se la lleva por
delante. La niña se había parado a atarse uno de los cordones de los feos
zapatos del uniforme.
—Perdona pequeña, ¿te
hice daño? —preguntó tomándola por los hombros, mientras la adrenalina le
recorría las venas al tenerla tan cerca.
—No, no señor
—respondió dando un paso atrás con la vista clavada en el enorme desconocido.
—Me
alegro —frunció el ceño al percibir su miedo—. No tienes nada que temer de mí.
—No estoy asustada
—murmuró con voz temblorosa.
—Así me gusta, una
chica valiente.
—Eso dice mi mamá
—Y tiene mucha razón.
Me llamo Barack —dijo alargando la mano hacia ella.
Observó con deleite como se mordía el labio
inferior pensando que hacer y cuando correspondió a su saludo indicándole su apelativo,
se contuvo para no saltar preso de la alegría al rozar por primera vez su suave
piel.
—Tienes un bonito
nombre, como tú.
—Gracias —musitó
avergonzada con la vista baja—. Tengo que irme, me esperan.
—Antes debemos hablar.
Seguro que tienes sed ¿te gustan los refrescos?
—Sí.
—Bien, iremos a mi
casa, está muy cerca.
—No puedo ir, mamá
siempre me dice que no vaya con extraños.
—Y una vez más ella
tiene razón, sólo que tú y yo ya no somos unos desconocidos, sabemos como nos
llamamos.
Volvió a morderse el
delicado labio sopesando sus palabras. Un inquietante brillo titiló en los
azulados iris cuando los afianzó en los de él.
—De acuerdo.
Rebeca siguió al
hombre alto vestido de negro y que le hablaba en un tono alegre. Desde que
había estado jugando en el recreo sintió una sensación extraña, como cuando comías
algo que te sentaba mal y te daba vueltas en el estomago, esta continuó al
salir del colegio.
Cuando Barack chocó
contra ella y le habló, la tranquilidad la invadió, sin embargo no supo que
hacer ante su ofrecimiento y el escalofrío que la recorrió. Alzando la barbilla
decidió acceder, porque nada malo podía pasarle. Parecía simpático, agradable y
el que su cara no tuviese ninguno de esos molestos pelos que le salían a los
hombres le gustó, además nunca había visto unos ojos grises y los suyos eran
chulos, además tenía un cabello oscuro,
largo y brillante, no como el suyo y el de su madre que se parecía a un
estropajo muy usado. Quizá podrían ser amigos y compartir los secretos que
debió compartir con su papá. Barack se volvió un poco sonriendo, le devolvió el
gesto asiendo con decisión su mano. Sí, él la comprendería.
La mandíbula se le
cayó al introducir el pie dentro de esa enorme y elegante vivienda, era como
estar dentro uno de esos aburridos cuentos en el que el amor siempre gana y ellos
terminan cansándose y además olía raro,
como a las flores que su vecina —la insoportable señora Thompson— solía plantar
en su jardín y que tanto detestaba. Pero le gustaba el contraste que
hacía con su imagen, él tan lóbrego y su hogar tan claro, con las paredes
pintadas de un blanco puro y los altos techos de un celeste que recordaban al
cielo en un despejado día. Sin dejar de
mirarlo todo lo siguió a una pequeña habitación donde sólo había dos sillas y
una larga mesa de color oscuro, los muros níveos estaban desnudos de cualquier
adorno.
—Espera aquí —la voz grave la hizo dar un respingo—, voy a por tu
refresco.
Cuando Barack salió, dejó la mochila en el suelo, la abrió y rebuscó
dentro, una vez encontró el cuaderno y el lápiz se sentó en una de las sillas a
garabatear. Quizá no fuese una buena
dibujante como tantas veces le insinuó su profesora frunciendo la nariz, sin
embargo era entretenido. El ruido de la puerta al abrirse hizo que volteara la
libreta. Su pintura, por ahora, era sola suya, ya tendría tiempo de verla. Cogió la botella que le tendió y sin
desclavar la vista de la extraña mirada con que la vigilaba, la llevó rauda a los labios y bebió con avidez, saboreando el
burbujeante líquido que no podía beber en casa. Se atragantó y soltó el envase
que se estrelló rompiéndose en mil pedazos cuando tras quitarse el abrigo de
piel, se dio la vuelta. Barack tenía "eso " prohibido a ambos lados
de la espalda. Aunque no podía causarle mal alguno tenía que huir. Se incorporó
volcando el asiento y corrió hacia la salida.
Solo le faltaban unos
centímetros para llegar a la puerta, estiró la mano hacia ella arañando la
libertad cuando su frágil muñeca quedó presa de un férreo puño.
—Sabes que no puedes
marcharte ¿verdad Rebeca?
— ¡Déjame! —chilló
contorsionándose para intentar librarse del agarre.
—No puedo, debo
cumplir con mi cometido —indicó llevándola hacia la mesa.
—No, por favor
¡mamaaaá!
—Deja de fingir conmigo —espetó tirando de ella—, muéstrame tu rostro
Rebeca—la sentó encima de la mesa— el verdadero.
Como si esas fueran las palabras
mágicas la niña dejó de luchar, mientras sus retinas se volvían de un rojo
intenso destellando con tal fuego que si hubiese sido un simple mortal ahora
yacería a sus pies convertido en un montón de cenizas.
—Muéstrame tú el tuyo puto ángel —gruño con un tono que más bien parecía
salido de ultratumba—. Necio ¿acaso crees que me podrás mantener encerrada
mucho tiempo?
Barack desplegó sus alas, el nevado plumaje brilló en todo su esplendor
bajo los rayos que se filtraban por la ventana.
—Sabes que mi
propósito no es ese —dijo tumbándola y posicionando la mitad de su cuerpo
encima del suyo para que no se escapara—, mi función es exterminar la maldad,
no retenerla.
—Tu no puedes matarme, estúpido —rió el monstruo que se debatía entre sus
piernas—, sólo la sangre puede acabar con la sangre.
Las palabras le
lanzaron como si fuera una ventosa tormenta al pasado, al mismo instante en que
se dejó llevar por la pasión cayendo en la tentación por primera vez desde que
existía. Brenda. Cerró los párpados y se dejó arrastrar por la vorágine de los
húmedos besos lacerando la piel de su cuello. Percibió el escalofrío
recorriendo su columna y cuando la abrasadora boca se lanzó a por la suya, la
abrió permitiendo la entrada de la traviesa lengua que le hizo perder la razón.
Los latidos de su corazón se desbocaron y la sangre corrió por sus venas en una
galopada sin fin. Todo desapareció excepto los entrecortados jadeos que
exhalaban con cada ardiente toque, el roce de los sudorosos cuerpos y el oleaje
que se apoderaba de él con ondas cada vez más intensas. Enredado entre las
suaves curvas y de mano de aquella
hermosa mujer había sucumbido y conocido el placer. Y ahora allí mirándolo con los infernales
orbes desencajados yacía el fruto de su debilidad, el engendro de su pecado.
Con decisión, sacó del
bolsillo trasero de su pantalón unas
cintas y se dispuso a atar los finos miembros del demonio que se retorcía
tratando de escapar, el nombre de Satanás brotó entre sus labios cuando
los punzantes dientes se clavaron en el hombro y de su carne fluyó un riachuelo
del escarlata flujo. Haciendo caso omiso del dolor, deslizó las
ataduras por sus muñecas y la sujetó firmemente a las patas del mueble, una vez
las manos estuvieron inmóviles bajó e hizo lo mismo con las piernas. Se
incorporó pausadamente y contempló el producto de su desliz con la pérfida Szepasszony.
Por fuera era tan hermosa que su alma lloró apenada sabedora de que por
dentro era un ser putrefacto.
Rebeca volvió los ojos, de nuevo azules y de mirada inocente, suplicando.
Sin pretenderlo dio un paso hacia ella y acarició las suaves mejillas con los
nudillos, mientras el corazón le sangraba de dolor por lo que debía hacer. A
pesar de todo, del abominable ser en que en pocas jornadas se convertiría si la
dejaba vivir, la amaba.
—Libérame —musitó con el tono más dulce que jamás había escuchado—, no
puedes lastimarme, pero yo si puedo hacerte poderoso, únete a mi y te haré príncipe
de mi reino.
—Soy feliz siendo un
mendigo —murmuró sincero.
— ¡Maldito seas! —Gruñó lanzando un escupitajo
que le alcanzó de lleno—, cabrón, disfrutaré arrancándote las tripas con mis
propias manos y echándolas a los perros —carcajeó enloquecida mientras un azufrado
hedor tomaba posesión de la estancia—, tus órganos me servirán de alimento.
Limpiándose con el dorso el
pestilente salivazo se giró encaminándose hacia su gabán, con calma sacó la
daga del bolsillo y acarició la dentada hoja lentamente antes de voltearse y regresar de nuevo a su lado.
Levantó el resplandeciente puñal mientras susurraba un suave cántico con los
ojos cerrados.
— ¿Piensas que me
harás daño con ese palillo? ¡No tienes poder alguno!
Elevó los pesados
párpados y fijó los clareados orbes sobre su hija, una única lágrima descendió por su pómulo abrasándole la piel
mientras con fuerza descargaba el acero sobre el tierno pecho.
—Tengo el poder que me otorga el ser tu padre —bramó mientras la cálida
sangre bañaba su mano—. Yo Barack hijo de Ansel, te maldigo a ti carne de mi
carne y te ordeno que regreses al mundo de tinieblas al que perteneces.
Un poderoso haz de luz
rezumó a través de la lacerante herida obligándole a apartar la vista. Su
mirada recayó sobre un pequeño cuaderno. Sollozante se agachó y su alma se
partió en mil pedazos al visionar lo que en él se perfilaba. Sobre un fondo en
blanco había dos figuras, una vestida de negro y otra baja y debajo de cada una
de ellas unas palabras, Barack y yo. Sin
soltar el boceto fue hacia el cadáver de su pequeña, con los ojos cuajados de
humedad soltó las amarras y la estrechó contra él cubriéndolos a ambos con sus
alas, mientras entonaba una conocida nana. Aunque era su deber, luchar contra
el mal y vencerlo, no podía evitar que el dolor le desgarrase. El bien debía
prevalecer sobre el maligno aunque este se presentara con el rostro de un
querubín y la inocencia de un niño.
FIN
©Adela. A.
©María Dolores Moreno Herrera.